Cuando bajamos del subte, en el andén, dos policías avanzaban llevando a un muchacho, esposado; unos metros más adelante, una chica jovencita (¿quinceañera?) posaba con un impactante vestido de fiesta color violeta, con encaje negro y mucho vuelo. Un asistente le daba indicaciones a la "modelo" y , a unos pasos de ella, clic, clic, la fotógrafa eternizaba su imagen de virginal dama gótica, iluminada con la luz fría y blanca de la estación.
En el banco, una pareja de ancianos esperaba su turno. Los dos tenían aspecto de venir desde muy lejos, en tiempo y espacio. La señora era muy viejita, menuda, de rasgos indígenas y cabello entrecano peinado en una larga trenza; llevaba un pañuelito estampado en la cabeza y ropa amplia, quizás demasiado para su figura mínima. Parecía tener cientos de años, con su piel de cobre tan arrugada y curtida.
En un momento, una adolescente que estaba haciendo la cola se asomó:
-Venga, abuela. Es su turno-, dijo. Y le extendió la mano.
La chica condujo a la señora hasta la ventanilla, donde el cajero le dio unos papeles. También le entregó una almohadilla entintada. Entonces, asesorada por su nieta, la anciana apoyó firmemente su pulgar en la almohadilla y luego estampó su "firma" en uno de aquellos documentos.
Eso ocurría mientras otra señora de unos 60 años lookeada como de 30, con remera, calzas y botas negras, pelo platinado y corte punk, iba de aquí para allá, fastididada porque, al parecer, hoy el sistema andaba para la mierda.