Cuando era chica, el invierno era invierno y el otoño, también: en marzo, con el comienzo de las clases, ya hacía frío de verdad.
Salía para la escuela a las 7 y cuarto de la mañana ( por pura convención, en verdad era noche cerrada), toda emponchada, con mi pasamontañas y mis medias can can azules de lana (era la única que se ponía
esas medias; las demás chicas andaban muy campantes con sus 3/4 ( pero ande yo caliente y ríase la gente, ¿no Coco?...)
Durante la primera hora de clase seguía siendo de noche. Recuerdo los techos altísmos, la luz mortecina de las lamparitas, los ventanales enormes y la negrura, allá afuera.
Muchas
veces escribía con los guantes puestos porque, en aquellas crudelísimas
mañanas de invierno, la estufita de la inmensa aula de mi escuela pública era
más un artefacto decorativo (o un placebo climático) que otra cosa.
En el recreo salíamos al patio helado. Hacíamos
"humito" con la boca, y el frío se materializaba en breves
volutas blancas. Nos frotábamos las manos enguantadas para entrar en calor; saltábamos la soga y el elástico, jugábamos al poliladron, a la mancha, a la escondida, a
las estatuas y a las esquinitas, a pisa pisuela, a la rayuela y a
martín pescador.
En el buffet, tomábamos café con leche con galletitas Manón o Colegiales, Tita o Rhodesia, Ópera o Bésame, o comíamos los pebetes de queso y dulce de batata que traíamos de casa.
En el buffet, tomábamos café con leche con galletitas Manón o Colegiales, Tita o Rhodesia, Ópera o Bésame, o comíamos los pebetes de queso y dulce de batata que traíamos de casa.
Después de almorzar, teníamos la tarde libre (los deberes no insumían mucho tiempo) y la ocupábamos jugando: a la maestra, a la mamá, a la vendedora de boutique, a disfrazarnos y a maquillarnos con los vestidos, aros, collares y pinturitas de nuestras madres.
En ocasiones, organizábamos superproducciones especiales, con reinas africanas, elefantes, campamentos en la jungla, príncipes y exploradores que venían a nuestro rescate en el living de casa, de la de Liliana, de la de Rosita.
Cuando el invierno era invierno, no había computadores, internet, ni
celulares; no había CDs, DVDs, ni cámaras digitales. No había televisión por cable, ni siquiera televisión en
color.
Mirábamos dibujitos en blanco y negro (después de que el estabilizador lograba convertir una tirita animada en una imagen de pantalla completa): Astroboy y Don Gato, El lagarto Juancho y La tortuga D'Artagnan, Los Picapiedras y Los Supersónicos.
Escuchábamos simples y LPs en el wincofón y nos sorprendíamos con la llegada del hombre a la Luna.
Algunas noches, para combatir las sábanas heladas, solíamos dormir con una bolsa de agua caliente cubierta con algo que hiciera las veces de funda, para evitar que nos quemara los pies.
Cuando el invierno era invierno, creíamos en los Reyes Magos y en el Ratón Pérez. Algunos creían en la cigüeña, otros en el repollo y otros no teníamos la menor idea.
Algunas íbamos a catecismo y tomábamos la comunión con nuestros vestiditos blancos, misal de nácar y rosario en mano.
Festejábamos los cumpleaños en casa, con papá o mamá o una hermana mayor como animadores amateurs, y había muchos juegos, risas, peleas, torta, piñata y bolsitas con souvenires.
Cuando el invierno era invierno- hace mucho tiempo- hacía frío de verdad, éramos niños y el tiempo, esa dimensión desconocida, estaba -definitivamente-
de nuestro lado.
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