Como si fuera una escalera de bomberos, de
esas que crecen y se hacen cada vez más largas y llegan cada vez más alto. Roja
y brillante como una autobomba. Por ahí yo vengo a ser la sirena, girando allá
arriba, girando interminablemente sobre mi eje. Apoyo los pies sobre el metal.
Subo los veintisiete escalones sin mirar abajo.
La luna parece colgada de un clavito sobre un
cielo azul eléctrico, como de cartón pintado. En realidad, todo tiene pinta de
decorado: el pasto oscuro, la estación, el puente. Por ahí las estrellas no son
más que spots apuntados para la toma 1 de una película clase B. Por ahí en
cualquier momento alguien me alcanza una limonada y me dice: “Ta bien, piba,
suficiente”. Y encima me paga.
Quizás no es más que una obra de teatro ubicada
en escenarios naturales para darle más realismo a la acción, con espectadores
instalados a pocos kilómetros observándome con sus prismáticos. Lo malo es que
si hay aplausos, no me voy a enterar. Lo bueno es que si se retiran en mitad de
la función tampoco me voy a enterar: voy a mantener el personaje hasta el final
y voy a saludar desde el puente, para un
público invisible y emocionado. Yo, la sirena muda.
Me arrodillo, gateo sobre el acero rojo, me
acuesto boca abajo. Tengo los pechos fríos.
Del otro lado del puente, un resplandor
azul, olor a fósforo. Vos mirándome.
Abajo, el tren se pone en marcha. Corro por
el puente, pierdo el babero, vos estás desnudo y sonreís, el tren empieza a
irse. Me detengo frente a vos. Girás mi cuerpo, apoyás tu boca en mi nuca,
colocás el fósforo entre mis dedos, iluminamos la estación por un segundo.
Me despierto empapada en transpiración, tengo
el babero puesto, te busco. De golpe el puente tiembla, y entonces veo que el
tren empieza a moverse. Arrastra su cuerpo fofo y lanza un aullido decrépito,
mientras va tomando velocidad.
Bajo los escalones casi en el aire, pero cuando
piso el andén lo único que alcanzo a ver es una mancha gris y pesada, que
desaparece en pocos segundos.
XXXVI
Como si se hubiera quemado el rollo. Como si
se tratara de una pantalla gigante donde uno ve cómo unas manchas verdes,
marrones, azules, deforman una última imagen hasta devorarla. La película se
acaba abruptamente, en cualquier parte. La gente silba, quiere que le devuelvan
la entrada. Fenómeno. Pero la película está quemada y no queda más remedio que
imaginar algún final, cualquiera. Lo único importante es que lo que empezó,
termine.
Pero- pienso- yo soy el cuadrito quemado, un
cacho de celuloide derretido, yo no puedo imaginarme nada, yo sólo debía
dejarme atravesar por la luz y punto, y entonces qué me queda.
Todavía falta un rato para que amanezca.
(Continuará)