"La casa tenía un aljibe y me gustaba asomarme y bajar el balde para probar esa agua tan fresca y profunda. Una vez se me cayó el vaso, que repicó contra la pared redonda y se hizo añicos en el fondo. Me dio un ataque de apocalipsis, pensé que alguien tomaría agua con astillas y se caería muerto, irremediablemente apuñalado por dentro, agarrándose el cogote con desesperación, desorbitado, y todo por la inmensa culpa mía."
(María Elena Walsh, Novios de antaño.)
Como la niña que narra los hechos en este hermoso libro, a mí también me dan ataques de apocalipsis. Un error nimio o un acto involuntario de mi parte pueden desatar en mi loca cabecita una infortunada serie de consecuencias -de las cuales, por supuesto, soy responsable- cuyas imágenes opacan a la mejor película del género catástrofe. Los intentos por hacer que intervenga la parte racional de mi ser son inútiles: ningún pensamiento lógico logra imponerse a las escalofriantes posibilidades que mi imaginación construye.
Por lo general, otro hecho nimio - el portero que toca el timbre para avisarme que mañana van a cortar el agua, una canción en la radio, la tos del vecino o el afilador que se anuncia en la calle- me rescatan del edificio en llamas o el barco hundiéndose y me devuelven a mi casa, donde como si tal cosa me dispongo a preparar el almuerzo, mirá la hora que es.
Imagen: Liniers