Pintura: Johnny Palacios Hidalgo
En la calle, con los chicos y chicas del barrio jugábamos a la mancha, al patrón de la vereda, a las estatuas, a las esquinitas, a la rayuela, a pisa pisuela. Las chicas, además, jugábamos a la soga y al elástico. En casa, sola o con mis amigas jugaba a la maestra, a la mamá, a la empleada de boutique. También fui empleada de una cartelera (para lo cual recortaba prolijamente la sección de espectáculos del diario y la iba abrochando día a día hasta armar un cuadernillo, que consultaba según los pedidos de mis clientes).
Después estaban los juegos improvisados, sin reglamentos. Por ejemplo, jugar a disfrazarse. No de algo en particular- como una princesa o una bruja-, sino de cualquier cosa que no fuera lo que uno era. Por ejemplo, de grande. Disfrazarse era ponerse ropa de nuestras madres, sus anillos, collares y pulseras, usarle las pinturitas (el rouge, las sombras, el rímel) e ir viendo en qué cosa nos íbamos transformando. A veces, el disfraz armaba las historias (Dale que yo era una reina africana y vos un elefante y me llevabas hasta mi palacio todo lujoso y después venían y me raptaban y vos te transformabas en un príncipe o en una hechicera que me salvaba?); en otras ocasiones, primero surgían las historias y después, el vestuario ad hoc.
Con Rosita solíamos jugar en el patio de su casa (algo extraordinario para una nena de departamento como yo). En el patio de Rosita jugábamos al campamento con unas sábanas que colgábamos de las sogas. Al interior de la tienda llevábamos almohadones, una linterna, galletitas, alguna revista, muñecas, y vivíamos mil aventuras acechadas por la noche, las fieras y las inclemencias del tiempo.
En la pequeña habitación que habitaba con su familia, Rosita guardaba otro tesoro: en un estante del ropero, había armado una casa para su muñeca. Al abrir la puerta del ropero, se encendía una lamparita que iluminaba el reino de Babi: una camita, un placarcito, un espejo en miniatura, una sillita.
A veces también jugábamos a espiar la calle a través de las persianas y gritarle cosas a la gente (chau pelado!) o a descolgarnos por los barrotes del balconcito, hasta que un día fuimos descubiertas y reprendidas severamente (las nenas no hacen esas cosas, no sean marimachos).
En estos tiempos, que son muy otros, todavía veo nenas jugando a la mamá, a la maestra o a disfrazarse, y nenes jugando a la pelota o remontando barriletes. Seguramente, unos y otros seguirán teniendo sus juegos prohibidos, sus aventuras secretas, sus maneras de aprehender el mundo lejos del reglamento de los mayores. Que no sé por qué extraña razón, una vez traspuesto el umbral, suelen comportarse como si nunca hubieran pisado el territorio de la infancia, aquel reino perdido.